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MIENTRAS LA UNSA SE HUNDE, EL RECTOR SE ASEGURÓ MEDIA BECA PARA CURSAR UN DOCTORADO

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En la Universidad Nacional de Salta la crisis presupuestaria es la nueva normalidad: becas suspendidas, programas vaciados, concursos frenados y trabajadores que sobreviven con salarios atrasados y precarizados. Sin embargo, en este desierto de recursos aparece una excepción escandalosa: el rector Miguel Nina, arquitecto del ajuste y portavoz de la austeridad, fue beneficiado con una media beca del 50% para cursar un doctorado en la Facultad de Ciencias Económicas, según la Resolución 1037/25.

El problema no es solo la estética del privilegio: es la posible utilización discrecional de recursos públicos y el innegable conflicto de interés que implica que la máxima autoridad de la institución compita —y gane— un beneficio otorgado por su propia universidad. En cualquier sistema mínimamente transparente, un rector sabe que ni siquiera debería presentarse. En la UNSa, aparentemente, eso no es obstáculo.

Mientras estudiantes y trabajadores abandonan sus estudios por falta de dinero, Nina —con un salario muy por encima del promedio— se asegura un descuento que, para otros, habría significado la diferencia entre continuar o no su formación. El rector que pide sacrificio al resto, evita hacer el propio.

Este episodio no surge en el vacío. Forma parte de un clima cada vez más espeso en torno a la conducción universitaria, marcado por denuncias de manejo discrecional, persecución administrativa, paralización de concursos y decisiones tomadas siempre en beneficio de los mismos. Y, sobre todo, por un caso que la comunidad universitaria no olvida: el señalado nepotismo en el Rectorado, cuando el secretario general, Alberto Mariscal Rivera, —según denuncias internas— logró la designación de su propia hija en un cargo dentro de la misma estructura, que es coordinada por el periodista Daniel Gutiérrez.

Ese antecedente refuerza la percepción de que en la UNSa opera una lógica de privilegios familiares y políticos, donde los vínculos pesan más que la meritocracia y donde los recursos —siempre escasos para la base— parecen abundar cuando se trata de los mismos funcionarios que exigen ajuste al resto.

El combo es demoledor: un rector becado por su propia universidad, un secretario general cuestionado por favorecer a un familiar, concursos frenados, empleados precarizados y un presupuesto recortado bajo el discurso de la necesidad.

Nina podrá argumentar formalidades administrativas, pero el problema es político, ético y profundamente institucional. La pregunta de fondo es simple: ¿Puede una universidad pública hablar de transparencia y equidad mientras su conducción concentra privilegios, acomoda familiares y se reparte beneficios en medio de un ajuste que desangra al resto?

Por ahora, la respuesta parece obvia. Y profundamente preocupante.


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